El semblante en tu pequeño rostro al pronunciar las simples palabras que indicaban mi partida cambió cuando a tu inocente entender llegó el nunca cifrado mensaje, de que el día comenzaría en solitario.
El semblante que esa mañana me dejó roto y pensando todo el día en las consecuencias irremediables de irme.
Una partida inevitable.
Fue tu semblante precisamente el que me inspira irme tranquilo, pues mejor que yo, has aceptado ese doloroso suceso.
Fue tu semblante triste y resignado el que me ha empujado a los confines del esfuerzo y la paciencia, para que al cabo de un verano y tal vez de un invierno pueda ciertamente compartir mis días contigo.
Es tu mirada cuando me voy, cuando no estoy la que me aleja de la pereza, me aleja de la costa de las calaveras y me acerca, poco a poco, lentamente mucho más a ti.
Querida mía, amada mía, son tus ojos por los que voy y vuelvo, por los que paso rápido mis días, con el ansia de cada noche ver tus ojos y recibir el beso a la luna.
Es tu semblante cuando me voy, lo genera torpeza en mi corazón, impidiendo qué acepte el hecho de no tenerte, de no verte, es una herida de inequívoco amor, que a pesar de saber que todos lo sufren, yo no puedo con él.
Es sin embargo el fuego que inicia cada movimiento en mí.